1 feb 2015

Manuela Suspiros y las grandes mentiras de su infancia

A Manuela Supiros le falta el aire cuando se acuerda de esas mentirijillas que los mayores le contaban de pequeña y que nunca se hacían realidad.

Siendo una niña, Manuela Suspiros jugaba en la calle con una de sus amigas de la infancia. Sus padres les compraron a ambas una bolsa con un montón de canicas de múltiples colores (boliches para algunos). Cuando se aburrían de jugar al pañuelito, al escondite, a la teja, o a policías y ladrones, paraban para darle el protagonismo a los cromos o a las canicas. Luego seguían con el balón, el elástico o la comba. Una de esas ociosas y lluviosas tardes, estando en casa de su amiguita, hicieron una competición de canicas. No sabe muy bien lo que sucedió. Solo que su amiga dejó de hablar y se quedó del color de los arándanos. Su madre fue rápida. Le metió la mano en la boca y extrajo una canica que por poco la lleva al otro barrio antes de tiempo. A partir de aquel día, las canicas se prohibieron. Antes no se dialogaba tanto con los peques como ahora. Se hacía lo que te decían y punto pelota.

–Se acabaron las canicas, Manuelita –sentenció su mami.
– ¿Por qué?
–Porque yo lo digo y punto.

Ante eso, nada que alegar.

–No te preocupes, cariño. Las vamos a enterrar todas en el parterre que hay fuera de casa. Verás que con el tiempo, algo bonito crecerá.



Manuela Suspiros continuó con sus juegos sin bolitas de colores, esperando la llegada de la primavera. Allí nada apareció. Ella se imaginaba que crecería un “caniquiero” (como ella lo llamaba). Sería un árbol grande, del que florecerían canicas de todos los colores. Pasaron los años, solo matojos y malas hierbas asomaron de la tierra. Algún día regresará para ver si por casualidad, los "caniqueros" forman parte de la flora del lugar.

Otra de las grandes farsas de su infancia fue El Ratoncito Pérez.

¿Cómo? ¿Qué si se te cae un diente viene una ratita a darte un regalito por la noche?
Y era cierto. Cada vez que a Manuelita se le caía un diente, lo ponía debajo de la almohada y como por arte de magia, se convertía en una moneda de veinticinco pesetas (sí, el euro por aquel entonces no estaba ni en proceso de creación).


Manuelita Suspiros se preguntaba para qué querría un ratoncito sus dientes. ¿Sería porque comía mucho queso y se les desgastaban antes? ¿Cómo era que el mismo ratón iba a casa de sus amigas también? Nunca lo vio. Lo cierto era que se pasaba la noche en vela, esperando escuchar la llegada del pequeño roedor y atraparlo. Quería enseñárselo a sus amigas. En alguna ocasión ingenió alguna trampa con queso, pero el Sr. Pérez era muy listo. Siempre se quedaba dormida, aunque a veces, le asaltaba la pesadilla de una gran rata gris que venía a comérsela. Durante una época, cuando notaba que se le movía un diente, hacía todo lo posible para que se le cayera antes de tiempo y recibir su regalito. Esos cinco duros eran el importe exacto que metía en una máquina y salía una cajita de ositos de goma. Bien pensado por el ratoncito Pérez, golosinas para acelerar el proceso de la caída de dientes. Cuando eres adulto, si se te empiezan a caer los dientes, mal asunto. No creo que sea el Ratoncito Pérez quien venga, más bien estará la parca acechándote para ver cuando te quedas sin ninguno y llevarte. ¿O eso también es una mentira?

Manuelita vivió sus primeros años de vida aterrada con la leyenda de que si te tragabas un chicle, se te pegaban las tripas. Sí, aquellos chicles de Bang Bang o Bazooka, que llenaba toda tu boca, haciendo globos enormes que emulaban a un zeppelín. 


Recuerda el día que se tragó su primer chicle. Aquello, aún sin masticar, caía con lentitud por su esófago sin poder articular palabra. Hasta despeñarse como una piedra en su estómago. A una edad tan temprana, y visualizando su propia muerte, eso era terrible.

–Manuelita –le amenazaba su madre– no te tragues los chicles que se te pegan las tripas (antes había muchas) y te mueres. Como te vea yo comerte alguno, te castigo sin escuchar la cinta de Heidi.

Nuestra querida amiga no se atrevió a decir nada el día que aquel maldito chicle de fresa se atrevió a ir más allá de su garganta. Estuvo días preocupadísima. Hasta que vio que nada malo pasaba. Sus amigas, engullidoras de chicles compulsivas, seguían vivas. Por si acaso, intentaría no tragarse ninguno más.

En sus primeros años de vida, vivió atormentada con la idea de que si decía cualquier mentira, le crecería la nariz. Primero observó al resto. Algunas de las niñas del cole, decían mentiras y no veía que por ello las narices se les alargaran más de lo normal. Esas mismas niñas, le contaban que cuando decían falsos testimonios, rezaban un padrenuestro. Se pasaban el día rezando. En su casa era distinto. ¿Quién se atrevía a mentir a mamá? Las madres saben cuando mientes. ¿Y si ellas tenían en los ojos unos rayos invisibles que podían medirte la nariz para saber si decías la verdad?

– ¡Manuelita! ¿Has recogido tu cuarto?
–Sí, mamá.
– ¿Has acabado los deberes?
–Si…
– ¿Seguro? No me mientas, que luego te crece la nariz como a Pinocho.



El día que ocultaba que no se había leído la lectura del día, o no había recogido los juguetes, se miraba al espejo diciéndose: “Padre nuestro que estás en los cielos… Por favor, por favor, que no me crezca la nariz, que ya la tengo grandota”.

A Manuelita y sus amigas, les decían que se portaran bien, que si hacían algo malo, vendría el Coco y se las llevaría en un saco. ¡Qué infancia más estresante, por Dios! Pesadillas con una rata, pendientes de que no les creciera la nariz y ahora que un hombre horrible se las podría llevar.

Lo cierto es que nuestra amiga nunca se creyó la historia del Coco. Un día al volver de la escuela, Maquiavela y ella vieron a un hombre con una gabardina. Se les acercó y antes de que la abriera de par en par, Maquiavela arrastró por ella.

–Corre y no mires atrás.

Llegaron a casa con el corazón a mil por hora.

– ¿Era ese el hombre del saco? – Manuelita suspiró.
– No, pero podría ser…

Ella siempre creyó que aquel hombre era lo más parecido al Coco, así es que procuró no hacer muchas travesuras en un tiempo, no se la fuera a llevar lejos. Hoy en día, a estos elementos se les conoce con otro nombre.


A Manuelita Suspiros le gustaba mucho los cuentos, a su hermana Maquievela más aún. Cerca de una playa, rodeado de eucaliptos, vivía un señor que contaba viejas historias de sirenas. Su padre las llevaba de vez en cuando, y se les pasaban las horas volando en mundos de fantasía. Era como ir al cine. El buen hombre, le ofrecía al padre de Manuelita y Maquiavela un vino que él llamaba de sirenas, que era más bien dulce. Ellas se mojaban los labios y era el paraíso: historias con sabor a miel acompañadas de galletas María. Les contaba que él pasaba allí los veranos para descansar, que de dónde él venía, el hielo congelaba los lagos, y existían renos voladores. Le gustaba venir en barco para escuchar el sonido de las sirenas y hablar con ellas un rato. Era más bien regordete y de pelo blanco, eso sí, bien afeitado. Nunca se olvidará del día que les confesó que las gotitas de rocío que se ven en las hojas al amanecer, en realidad son hadas que se han pasado toda la noche bailando.

–Manuelita –tú contarás historias.
–Maquievela –tú le darás color a esas historias.

Con el paso de los años, Manuela Suspiros se dio cuenta de quién era en realidad aquel abuelo que las montaba en caballitos de mar, y les decía que las estrellas de mar podían subir al Cielo. Una navidad Papá Noel les trajo a ambas hermanas algo que habían deseado con mucha fuerza y no era material. Les dejó sus sueños acompañados de dos sirenitas talladas en madera de eucalipto.


–Niñas –les dijo su padre– no os hagáis ilusiones. Santa Claus no existe, es solo fruto de la publicidad de Coca Cola. Y el contador de historias que vivía en aquella cabaña era un marino jubilado.

Con esta y otras mentiras piadosas, vivió Manuelita Suspiros su más tierna infancia.


Alguien le dijo una vez que los Reyes Magos no existían, que en realidad eran otras personas que vivían cerca de nosotros. Esto es mentira. Me he documentado y no hay nada que pruebe dicha aberración. ¡Qué falta de respeto hacia estos señores! Con todo lo que les cuesta venir del lejano Oriente, con sus camellos cargados de regalos. Y toda la ilusión que reparten a los niños. ¿A quién se le habrá ocurrido semejante mentira?




19 oct 2014

El rincón de los topitos

A Manuela Suspiros le falta el aire cuando recuerda un cosquilleo rozándole los dedos del pie.

Una noche, se fue a celebrar la vida con su hermana Maquiavela, su amiga la Ratita Presumida y un superhéroe de cómic. La noche cálida, la luna llena y una de las terrazas de moda de la ciudad les brindaba cockteles y música.

Una azotea con nombre de escritor y vistas a la catedral, con un ambiente relajado y sofisticado. La amabilidad de los camareros contrastaba con su indumentaria, que parecía sacado de otra época en que los tirantes eran lo último en moda.

Manuela Suspiros se pidió un cocktail llamado “Rojo que te cojo”, con frutos del bosque que bailaban bien abrazados al vodka. Una noche suave de verano en la mejor compañía. En la mesa contigua, un grupo de ejecutivos con las corbatas sin nudo, se relajaban tras una supuesta dura jornada de trabajo. 
                                                                 Rojo que te cojo

Pasada la media noche, cuando Cenicienta ya había perdido su zapato de cristal, y las burbujas bailoteaban en las cabezas, notaron que algo se movía cerca de ellos.

–Oye, detrás de tus pies se mueven unas hojas –dijo Maquiavela, que era la única que no había bebido alcohol.

Temiendo que fuera una cucaracha voladora, de esas que no se sabe porqué dan tanto miedo, y que a veces salen como un ejército sediento de sangre de las alcantarillas, miraron con atención para poder huir si la cosa se ponía fea. Algo de color gris se movía despacio hacia los pies de nuestra amiga. Se trataba de un adorable ratoncito de largos bigotes olisqueando sus dedos. Andaría buscando algún fruto que se le cayera del cocktail para llevarlo a su humilde casita. Menudo colocón se iban a pillar los ratocillos si eso caía en su poder.
                                                                  Ratoncito feliz

El primer impulso de La Suspi hubiese sido gritar, o subirse a la mesa como hacían en todas las pelis antiguas de blanco y negro. No quería montar una escena ahuyentando a toda la sofisticada clientela. Observó. Su pequeño nuevo amigo cogía confianza, acariciando curioso sus dedos que salían de sus sandalias. Hasta aquí podía llegar. Todos subieron sus pies al mismo tiempo, nuestra amiga la primera. Los enchaquetados de al lado, imitaron la jugada. ¿De qué tenían miedo si iban con zapatos de oficina cerrados y eran mil veces más grandes que el ratoncito?

Para evitar un escándalo mayor, y que el resto de los clientes salieran despavoridos, se miraron en silencio. ¿Por qué da tanto miedo un pequeño roedor? ¿Acaso medio mundo no siente pleitesía por Mickey Mouse? Ese sí que da miedo, con esas orejotas grandes y cara de sabelotodo.

Algo debió de asustar al aspirante a Ratón del Año, escondiéndose entre las plantas de la terraza. Los hombretones de la mesa contigua dejaron de temblar entre risas nerviosas, bajando sus pies de ejecutivos al suelo.

Manuela Suspiros se reía, y no por efecto del vodka. ¡Menuda estampa! Uno de los locales más modernos y vanguardistas de la ciudad había sido conquistado por un topito de grandes ojos oscuros. Si llegan a ser rojos, entonces sí que La Suspiros o incluso Maquiavela se hubieran subido a la mesa de un salto.

–Viene otra vez –susurró la Ratita Presumida, que quería ver cómo otro ratoncito salido de un cuento hacía trastadas asustando al personal con su sola presencia.
– ¿Dónde? No lo veo –La Suspi se lo estaba pasando genial.
–Ahí, mira –dijo el superhéroe que las acompañaba.

                                                             Ratoncitos de juerga
                                              
Los caballeros, poco valientes, subieron sus pies de nuevo. Manuela Suspiros vio como de la esquina se asomaba a la aventura un ratoncito más pequeño aún. Era una monería, una copia del otro: los mismos bigotes, los mismos ojos, la misma carita de bueno, eso sí en miniatura. Salieron los dos, a por los suculentos dedos de nuestra amiga. A pesar de ser adorables, tuvo que espantarlos con todo el dolor de su corazón. ¿Habría más hermanitos esperando su turno?

–Hay que avisar al camarero –sentenció la Ratita Presumida.
– ¿Y qué le decimos? ¿Que hay ratas en su local? Un poco fuerte, ¿no? –sonreía La Suspi.
–Díselo, Suspi, pero en voz baja para que la gente no se asuste –rogó Maquiavela.

Manuela Suspiros quería ser discreta con el asunto, y evitar un ataque de pánico colectivo entre ejecutivos, chicas aprendices de modelo y algún que otro cliente fuera de su ambiente habitual.

–Perdona –le dijo al camarero.

Le indicó que bajara su cabeza para susurrarle algo al oído. El camarero la miraba extrañado. A saber qué pasó por su mente antes de escuchar lo que nuestra amiga tenía que decirle. Ya estaba muy acostumbrado a que las chicas, a partir de ciertas horas de la madrugada, le dejaran el número de su móvil.

– ¿Sí?
–Perdona –le susurró al oído– Hay dos ratoncillos detrás de mí.
– ¿Qué? –gritó el camarero.

Justo en ese instante de asombro, cesó la música, quedando tan solo murmullos de palabras que flotaban en el aire.

– ¿Qué hay qué? –el camarero fue escuchado por todos.

Manuela le repitió en voz baja lo que él no quería escuchar, pensando que ese camarero con su barba arregladita y sus tirantes sujetando sus estrechos pantalones estaba más sordo que una abuela en un cine.

– ¡Que tienes ratones en el local! –está vez lo dijo en un tono que pudo ser oído desde la otra esquina.
–No puede ser –dijo incrédulo– ¿Los has visto?
–Y los he sentido. Casi me chupan los dedos.

El camarero no se lo creía. Debía de pensar que había puesto demasiado vodka en su bebida y ahora las consecuencias eran que Manuela Suspiros veía ratones bajo sus pies. Gracias a que los ejecutivos asintieron con sus cabezas, dando credibilidad a la existencia de pequeños roedores, ratoncillos, topitos, o como quieran llamarlos, la tomó en serio.

                                                            Un espóntaneo

La selecta clientela estuvo a punto de enterarse de que por ahí danzaban unos visitantes que no habían sido invitados.

–No te preocupes, llamaré al fumigador –sentenció el apuesto camarero.

No, si Manuela Suspiros no se preocupaba en absoluto. Se lo pasó en grande, aunque lo mínimo hubiese sido que la invitaran a otro cocktail por los besitos recibidos en sus pies.

¡Pobres ratoncitos! Por culpa de La Suspi unos pequeños animalitos iban a ser exterminados, con lo lindos que eran.

Así que si algún día pasáis por este sitio de copas, tan acogedor, con nombre de ilustre escritor, no dejéis de ir a la mesa de la esquina, la que fue bautizada como El Rincón de los Topitos. Con suerte, el exterminador no fue llamado, y una familia de pequeños roedores campa a sus anchas sin pagar alquiler y tomando copas gratis.

                                           Risas en el Rincón de los Topitos


16 mar 2014

CORAZÓN HELADO

Creí que no podía llorar. No me estaba permitido. Al final, lo hice. Me abrazaste. Entre lágrimas me susurraste unas palabras que me llevaré conmigo, y que solo tú y yo conocemos. Me miraste con tu alma desgarrada por la pena. Tus ojos fundidos en los míos me dieron fuerza. Me diste un último beso, dejándome marchar. Esa fue la primera y única lágrima que he derramado en toda mi vida. Incontrolable, se deslizó por mi rostro en un vago intento de llegar hasta ti, y consolarte.



Al principio se me hacía raro que me dieras tantos besos, que me acariciaras y que hicieras de mí el centro de tu pequeño mundo. Pronto me acostumbré a recibir todo de ti. Me integraste en tu familia, haciéndome sentir que era un miembro más. Conocí a todos tus amigos, que me regalaban bonitas palabras. Me hiciste sentir importante. Nunca me dejabas atrás.

El mejor momento del día era cuando nos veíamos tras una larga jornada de horas vacías sin tu sonrisa, minutos malgastados sin tu alegría. Me recibías con un abrazo, enfrentando nuestros latidos, inundándolo todo de vida. Por las noches me acurrucaba junto a ti, bajo la manta de cuadros rojos. No te cansabas de contarme historias, ni yo de escucharlas.

No te importó que me oliera el aliento o que cojeara, ni que tuviera un ojo ciego. No me hacía falta ver para saber que contigo mis días eran un regalo cada amanecer. La sombra de tristeza que me acompañó durante años, se disipó en el mismo instante en que nuestros destinos fueron uno.

Te dijeron que duraría de tres a seis meses como mucho. Como poco, duré diecinueve maravillosos meses en tu compañía. Una dolencia sin cura hacía difícil el milagro. Mis huesitos eran viejos. Gracias a ti, rejuvenecí una eternidad.

Contigo descubrí que los colores se hacían más intensos a cada paso que dábamos. Esos paseos junto a la brisa marina hicieron que mi leve cojera fuera un recuerdo pasajero. Iluminaste mis días, enseñándome que los días oscuros eran un punto y final. Vivir contigo ha sido una bendición.

Llorabas sin consuelo, no comprendía el motivo de tu disgusto. A mí ya no me dolía nada. No me pesaba el cuerpo, mis pulmones no tenían líquido, y mis huesos eran ligeros. Me sentía inmensamente feliz, libre, como si flotara en el Universo. Pude ver mi cuerpo derrotado en la camilla, inmóvil, supongo que frío. Te observé, no había bálsamo alguno que pudiera calmar tu dolor. Tu corazón se quedó helado por un segundo al darte cuenta de que no me volverías a abrazar nunca más.

No te voy a añorar. Solo quiero hacerte entender que estoy aquí, junto a ti. Estoy segura de que me puedes sentir, aunque no me veas. Cuando el Sol se esconde, aprovecho para darte un beso de buenas noches. Y cada mañana, vuelvo a nacer contigo.

Y sí, creí que no podía llorar. Al final, lo hice. Algún estúpido dijo que los perros no podemos llorar.
                                                                       Contigo, siempre.
                                                                                  Pancha


16 feb 2014

Las siete peores primeras citas de su vida

A Manuela Suspiros le falta el aire cada vez que se acuerda de las siete peores primeras citas de su vida.

La primera se remonta a su infancia, con cuatro a cinco añitos. Jugaba en la calle con su primer novio, de nombre celestial (ya sabemos lo precoz que salió la pequeña Suspiritos). El juego se transformó en tragedia cuando su madre la tuvo que llevar corriendo a urgencias al ver su carita cubierta de sangre. Nadie supo que pasó entre los pequeños amantes. Cuando regresó al encuentro de su ángel, este le respondió: “¿Ves, Manuelita? Eso te pasa por no hacerme caso”. Manuela Suspiros apuntaba maneras desde su más tierna infancia. Nunca se ha dejado dominar, provocando que le abrieran la frente. Si la veis, fijaos bien, aún lleva la marca de su primer amor en la frente.

Su segunda primera cita digna de mención fue con un compañero de clase de inglés que le cantaba “Every breath you take” cuando aprendían nuevo vocabulario. Sin aire se quedó La Suspi cuando quedaron una noche para ver Titanic. Su pretendiente apareció con un horroroso pantalón de cuadros negros y blancos, elástico, que se estrechaba en los tobillos. Él se sentía de lo más moderno, guapo y con estilo. Parecía un tablero de ajedrez, en el que Manuela Suspiros le dio Jaque al Rey antes de comenzar la partida. Elegir esa película fue una premonición de que su historia naufragaría. Lo más curioso de todo, es que hoy en día, esos pantalones están de moda entre los adolescentes.

La tercera cita tuvo lugar con un chico que le presentaron como Don Perfecto. No fumaba, no bebía, hacía deporte, no se metía en líos, trabajador, y según él, encantador. Quedaron en una tetería. Entre pastitas y té, él no paraba de hablar de su maravillosa existencia, sin dejar decir nada a nuestra amiga. Las palabras se perdían por el local, dando vueltas en el aire. La Suspi apenas prestaba atención hasta que escuchó lo que nunca debería salir de un caballero. Don Perfecto le dijo que era superdotado, y no precisamente por su capacidad cerebral, no. La invitó a que cuando quisiera disfrutar de sus maravillosos encantos masculinos, él, con gusto, se prestaría encantado.

¿Perdona? Manuela Suspiros no salía de su asombro. No sabía cómo escapar de aquella rocambolesca situación. Quería desintegrarse en el fondo de su taza de té. No te preocupes, nena (se atrevió a decir el galán), ya sé por tu cara que no va a pasar nada entre nosotros, pero veo que sabes escuchar, te contaré qué… y bla bla bla

De forma estoica, aguantó una hora más al pelma ese que según él, sus amigos apodaban “El trípode”.

Ilustrado por Rocío Ferrete Marchamalo

El cuarto desastre de primera cita tuvo lugar con un chico muy agradable, educado, suave, tierno, limpio, aseado, depilado por todos los poros visibles de su piel, con unas cejas rasuradas a la mínima expresión. Resultó que el maromo en cuestión se hacía la manicura, se depilaba los pechos, brazos y piernas. La limpieza de cutis mensual no podía faltar en su rutina de belleza. Era impecable, olía muy bien y los dientes le brillaban a diez metros de distancia. Era de los que como mínimo necesitaría una hora o más para poder salir de casa en perfecto estado. La Suspi no podía dejar de mirar de forma hipnótica las finísimas cejas de su acompañante. Solo pensaba en salir de allí para peinarse sus rebeldes cejas, y quitarse algún que otro pelillo que con seguridad había quedado pegado a su piel. Nunca más volvió a ver a este chico que le daba algo de repelús.

Su quinto intento se quedó grabado en su memoria porque tras un rápido piscolabis, su futuro pretendiente la invitó a ir al supermercado para hacer la compra. Sí, eso debió de ser una señal inequívoca para salir corriendo y no mirar atrás. Conocer a alguien entre botellas de aceite y paquetes de arroz es difícil de olvidar. No debéis despreciar las señales que os brindan las primeras citas, no suelen fallar. Si las veis, salir por patas.

La sexta primera cita digna de perderse en el olvido fue con un pijo camuflado. Era el rey del yo, yo, yo. Yo tengo un coche con una estrella grande. Yo tengo una gran casa en el centro de la ciudad. Yo tengo una casa en la costa. Yo tengo un reloj impresionante. Yo tengo una empresa familiar. Yo tengo… Tú lo que tienes es una empanada mental que no puedes con ella, pensó La Suspi. En esta ocasión, no dio opción y salió sin despedirse de semejante ejemplar. Con el tiempo lo vio en alguna portada de revista muy bien relacionado.

La séptima primera mejor cita que tuvo Manuela Suspiros, podía haber sido la número diez. Esa es la nota que le pondría al caballero que puedo haberse convertido en su rey. Fue un príncipe venido de tierras muy lejanas para dejarla sin aliento y con el pelo despeinado. Lástima que esta historia no pueda ser contada…


28 ene 2014

Manuela Suspiros y la confusión de palabras

A Manuela Suspiros le falta el aire cuando se acuerda de algunas confusiones con las palabras.

Una tarde de sábado, la madre de Maquiavela y La Suspi llegó de pasear a su fiel perrita. Venía desencajada y algo nerviosa.

¡Ay, hijas! ¿Os acordáis de fulanita, la dueña de Happy?

Manuela Suspiros había oído hablar de muchos dueños de perros, resultándole casi imposible ponerles caras a todos.

Pues resulta que tiene una enfermedad nórdica.

¿Una enfermedad nórdica? ¿En qué consistirá? Por la cabeza de Manuela Suspiros pasaron a toda velocidad varias imágenes de posibles enfermedades originarias del norte: fiebres altas, nariz roja, pegajosos mocos verdes, posible congelamiento de la masa cerebral, tos ensordecedora. Nunca había escuchado nada acerca de esa rara enfermedad nórdica que atacase con virulencia a los descendientes de los vikingos.

A ver, mamá –A Maquiavela le empezó a llegar una luz Explícanos en qué consiste esa grave dolencia.
Estoy muy preocupada, seguramente la tienen que operar.
¿Cómo que la tienen que operar?
Por lo visto le tienen que meter un balón en el estómago, para que deje de comer o algo así.
¿Un balón en el estómago? A ver, ¿tu amiga es muy grande, mamá?
Pues claro. Por eso tiene que operarse, para no coger esa enfermedad nórdica.
–¡Ay, mamá! Que tú estás hablando de la obesidad mórbida, no de la enfermedad nórdica.
Pues eso hija, pues eso.

Maquievela y Manuela Suspiros se echaron a reír, dando las gracias por la no existencia de una enfermedad contagiada por los nórdicos.

En otra ocasión, su amiga La Glamour tuvo tal confusión con las palabras que pasó mucha vergüenza. Se encontraba enseñando unas oficinas a un cliente, y todo era ruido. Teléfonos sonando, ordenadores al rojo vivo, papeles apilados en las mesas, trabajadores hablando. Vamos, una oficina muy activa. El cliente estaba muy contento de ver tanto movimiento, buena señal para el negocio. Subieron en el ascensor a otra planta, y a La Glamour no se le ocurre otra cosa que decir: “Como puede usted observar, aquí trabajamos a polla fija”. La Suspi nunca supo en qué diablos estaría pensando su amiga. La vergüenza fue mayúscula, reflejándose al instante en su pálido rostro, que enrojeció en un santiamén. No supo qué decir. Atrapada en un corto espacio con un posible cliente, los segundos se hicieron eternos y el silencio, tenso. Gracias a que el caballero sonriendo le contestó: “A piñón fijo, quería usted decir. A piñón fijo”. Ambos se fundieron en una sonora carcajada.

Un viernes por la mañana, Maquievela andaba haciendo gestiones por la zona de los bancos, cuando se le acercó una veinteañera muy bien vestida y con unos elegantes tacones.

Disculpe, ¿Sabe si por aquí cerca hay un Bar Gay?

Maquiavela puso cara de póquer. ¿Un Bar Gay? ¿A las once de la mañana? Bueno, pensó, por aquí cerca habrá alguno. 

Por esa zona solo había bancos, aunque ella no descartaba que hubiera algún bar de esos que duran hasta el mediodía abiertos. La joven, al ver que Maquiavela había entrado en estado de shock le repitió la pregunta.

Pues no lo sé le contestó extrañada creo que por aquí no hay ningún Bar Gay.
Perdona, creo que no me has entendido bien. No busco un Bar Gay, busco un Barclays. Un banco Bar Clays –le repetía a cámara lenta comos si estuviera sorda.

Se descojonaron. Maquiavela pudo señalarle donde estaba el banco en cuestión  entre lágrimas de risa.

Otra confusión de palabras vino (una vez más) de la mano de la madre de La Suspi. Se conoce mucha gente variopinta paseando a los perros.

Ay, hijas. Hoy me he encontrado a la dueña de Dana. Qué disgusto, le tienen que poner una próstata en la rodilla.
¿Una próstata, mamá? En la rodilla…
Sí, hija, sí. Con los años la rodilla se le está desgastando.
–Será una prótesis mamá, una prótesis. No una próstata.

Poco iba a hacer una próstata para recuperar una rodilla carcomida por los años. En fin, así son las madres.

Manuela Suspiros y Maquievela se lo pasan en grande con las ocurrencias lingüísticas de su madre. Le gusta llamar “Draculines” a los Drag Queen, “Michu Puchi” al Machu Pichu, Austria a Australia, le cambia los nombres a los actores de cine o te dice que aquel malo se va a ir al invierno (que no al infierno) de cabeza.

Seguro que más de una vez habéis confundido las palabras, o tenéis la suerte de tener una madre que lo pone todo al revés.


Ilustración: Rocío Ferrete Marchamalo




22 dic 2013

¡FELIZ NAVIDAD!

A Manuela Suspiros le falta el aire solo de pensar que quedan pocos días para celebrar la Navidad.
 
Manuela suspiros se agobia al tropezar con tanta gente por las aceras con cara de pocos amigos. Los coches atascan las ciudades pitando y gritando, intentado hacerse un hueco en algún centro comercial. Los árboles se recalientan con luces de colores, y todo se llena de una falsa sensación de júbilo colectivo.
Celebraciones obligadas con compañeros de trabajo que el resto del año ni te dan los buenos días. Alegría obligada porque así lo dice el calendario. Compras compulsivas que estresan al más escéptico. Villancicos cargantes que taladran los oídos de los que no quieren escuchar. Niños desesperados que tienen de todo y no valoran nada. Padres angustiados que no saben jugar con sus hijos sin una máquina delante. Dependientas que te acosan para que huelas un perfume que se te queda pegado en las narices todo el día. Falsos besos que tropiezan en la calle con un “a ver si nos tomamos un café el próximo año” y viejos conocidos que un día fueron amigos.
 
Manuela Suspiros se llena de desánimo al pensar en la falsedad de estas fiestas que sin querer hay que celebrar por obligación. Muchas veces nuestra amiga se ha planteado qué pasaría si no existiera.
¿Os podéis imaginar un año en el que no hubiese Navidad? Llegaría diciembre, y no habría vacaciones. Los niños no cantarían villancicos, ni se disfrazarían de pastorcillos. No habría luces de colores ni adornos en las casas. Nadie compraría regalos y nadie esperaría nada de nadie, ni siquiera un beso robado. Ningún “lobo” nos anunciaría el turrón, y ningún familiar lejano vendría a casa con almendras. Papá Noel no volaría con sus renos para sorprendernos con su magia, y los Tres Reyes Magos estarían todavía perdidos en el desierto porque la estrella de la Navidad nunca les llevó hasta el niño Dios.  Los polvorones no existirían, y las uvas de la suerte no se mezclarían con el cava para anunciarnos un nuevo año.
Los brindis, las fiestas, los bailes, las risas, los buenos deseos, el compañerismo, la alegría, los regalos, el turrón, los besos, la solidaridad, el amor, los villancicos, y todo eso que a veces desearíamos que no existiera, nos dejaría un enorme vacío en nuestros corazones.
 
En esta época del año, es posible que puedas tocar con los dedos el alma de los que ya no están junto a ti. Es posible compartir lo mejor de cada uno y soñar que vendrán días mejores. Es posible que el amor en todas sus manifestaciones sea de verdad.
 
En Navidad, los milagros existen, solo tienes que creer un poquito en ellos y en ti. Incluso puedes creer que la vida es un regalo enorme que hay que aprovechar al máximo, que la satisfacción de desear lo mejor al vecino no se paga con dinero, y que los buenos sentimientos que se generan alrededor de una mesa llena de delicias es el espíritu de tu Navidad.
Desde estas líneas, Manuela Suspiros quiere desearos lo mejor, y aunque a veces resulte difícil pasar estas fechas, peor sería no tenerlas. Exprimir cada momento con los que más queráis, comer mucho, beber más, y sobretodo las cosas, sonreír, pero no solo con los labios, también con el corazón. Reír tanto, que las carcajadas las puedan escuchar las estrellas, y que las lágrimas sean solo de felicidad. Manuela Suspiros desea que brindéis hasta romper las copas, que bailéis hasta el amanecer y que cantéis hasta quedaros sin voz. Y que este espíritu navideño no solo os invada estos días, sino todo el año.

¡Ay, os tengo que dejar! Los niños de la lotería de Navidad están empezando a cantar los números. ¡Mucha suerte a todos! El calvo de la lotería acaba de rozar a Manuela Suspiros. A ella ya le ha tocado la lotería: la dicha de tenernos a todos vosotros más allá de las palabras, compartiendo sus peculiares aventuras. ¡Vosotros sois su mejor premio! 

¡FELIZ NAVIDAD!

Y que al menos este próximo año que ya toca nuestras puertas con fuerza se cumpla por lo menos alguno de vuestros sueños.

10 nov 2013

Un pub irlandés

A Manuela Suspiros le falta el aire cuando recuerda su paso por algunos de los pubs de Dublín, que en su día fueron musa de inspiración de grandes escritores. 
 
Había oído hablar de la amabilidad de los irlandeses, de su simpatía y de su afición a cantar y apostar por cualquier cosa. Creyó que eran mitos urbanos, hasta que los vivió en sus carnes.
La primera noche en Dublín Manuela Suspiros, y sus amigas, se fueron al Celtic Pub, un conocido antro dublinés que distaba mucho de ser turístico. No quedaban mesas libres, así es que acomodaron sus traseros en la barra, que llevaba unos cuantos años o lustros sin ser barnizada. El local era algo peculiar, ondeaban banderas de un montón de lugares españoles como la del País Vasco, Asturias o Galicia, todas ellas con la estrella roja y un Che Guevara observándolas. Esto tenía que haber sido una aviso para dar media vuelta.
Al lado de Maquiavela se sentó un extraño personaje ataviado con turbante, y con la cara pintada de blanco. Mientras se bebía una Guinness, sacó un librito y una lupa. Sí, no usaba gafas, y leía a través de esa lupa. Manuela Suspiros lo observaba con curiosidad, hasta que un escalofrío le recorrió todo su cuerpo. El tipo en cuestión dejó de leer el libro, levantó la lupa y se puso a mirar a La Suspi con todo descaro. Sintió que la estaban ultrajando. A Maquiavela empezó a entrarle la risa.  
 
La música irlandesa no dejaba de sonar, y las pintas de cerveza que se habían pedido estaban ricas y fresquitas, pero tardaban en bajar. A los cinco minutos, se levantó un chico con traje y corbata a pedir algo, y como no, las miró y les sonrío. A los diez minutos, otro señor repite la misma jugada, esta vez sin corbata. ¡Qué pasa! ¿Tanto se notaba que no eran de allí? Miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que apenas había mujeres en el pub, solo una, que miraba con ojitos de enamorada a su acompañante. A todas estas, el del turbante seguía radiografiando a La Suspi con su lupa. ¿Tendría poderes mágicos? ¿Podría ver el interior de sus pensamientos con ella? Días más tarde lo vieron tocando una especie de flauta en la calle, era un artista ambulante, pero de la lupa ni rastro.
–Chicas, apuren las cervezas que esto se está poniendo feo –dijo Maquiavela.
 
 
Fue decir esto, y Manuela Suspiros tuvo a dos pretendientes sentados a su lado. Dos majetes dublineses dispuestos a hablar y a entablar una grata amistad. Ella hizo oidos sordos a lo que estos le decían en un susurrante inglés. Hubiese estado bien si la edad media de esos individuos no rozara los sesenta. En menos de media hora, estas mosqueteras estaban rodeadas de abuelos dispuestos a invitarlas a lo que ellas quisieran. ¡Oh, cielos! Nunca La Suspi se había bebido una cerveza a la velocidad de la luz. Salieron corriendo hacia otro pub en busca de mejores vistas y sin que nadie les radiografiara con una lupa.
Manuela Suspiros encontró a un interesante dublinés que la dejó sin aire y sin vergüenza en la oficina de turismo, pero esa es otra historia que no puede ser contada públicamente.