Creí que no
podía llorar. No me estaba permitido. Al final, lo hice. Me abrazaste. Entre
lágrimas me susurraste unas palabras que me llevaré conmigo, y que solo tú y yo
conocemos. Me miraste con tu alma desgarrada por la pena. Tus ojos fundidos en
los míos me dieron fuerza. Me diste un último beso, dejándome marchar. Esa fue
la primera y única lágrima que he derramado en toda mi vida. Incontrolable, se
deslizó por mi rostro en un vago intento de llegar hasta ti, y consolarte.
Al
principio se me hacía raro que me dieras tantos besos, que me acariciaras y que
hicieras de mí el centro de tu pequeño mundo. Pronto me acostumbré a recibir
todo de ti. Me integraste en tu familia, haciéndome sentir que era un miembro
más. Conocí a todos tus amigos, que me regalaban bonitas palabras. Me hiciste
sentir importante. Nunca me dejabas atrás.
El mejor
momento del día era cuando nos veíamos tras una larga jornada de horas vacías
sin tu sonrisa, minutos malgastados sin tu alegría. Me recibías con un abrazo,
enfrentando nuestros latidos, inundándolo todo de vida. Por las noches me
acurrucaba junto a ti, bajo la manta de cuadros rojos. No te cansabas de
contarme historias, ni yo de escucharlas.
No te
importó que me oliera el aliento o que cojeara, ni que tuviera un ojo ciego. No
me hacía falta ver para saber que contigo mis días eran un regalo cada
amanecer. La sombra de tristeza que me acompañó durante años, se disipó en el
mismo instante en que nuestros destinos fueron uno.
Te dijeron
que duraría de tres a seis meses como mucho. Como poco, duré diecinueve
maravillosos meses en tu compañía. Una dolencia sin cura hacía difícil el
milagro. Mis huesitos eran viejos. Gracias a ti, rejuvenecí una eternidad.
Contigo
descubrí que los colores se hacían más intensos a cada paso que dábamos. Esos
paseos junto a la brisa marina hicieron que mi leve cojera fuera un recuerdo
pasajero. Iluminaste mis días, enseñándome que los días oscuros eran un punto y
final. Vivir contigo ha sido una bendición.
Llorabas
sin consuelo, no comprendía el motivo de tu disgusto. A mí ya no me dolía nada.
No me pesaba el cuerpo, mis pulmones no tenían líquido, y mis huesos eran
ligeros. Me sentía inmensamente feliz, libre, como si flotara en el Universo.
Pude ver mi cuerpo derrotado en la camilla, inmóvil, supongo que frío. Te
observé, no había bálsamo alguno que pudiera calmar tu dolor. Tu corazón se
quedó helado por un segundo al darte cuenta de que no me volverías a abrazar
nunca más.
No te voy a
añorar. Solo quiero hacerte entender que estoy aquí, junto a ti. Estoy segura
de que me puedes sentir, aunque no me veas. Cuando el Sol se esconde, aprovecho
para darte un beso de buenas noches. Y cada mañana, vuelvo a nacer contigo.
Y sí, creí
que no podía llorar. Al final, lo hice. Algún estúpido dijo que los perros no podemos llorar.
Contigo,
siempre.
Pancha