21 oct 2010

MANUELA SUSPIROS Y LA BOLSA VOLADORA DE MIERDA VENECIANA

A Manuela Suspiros le falta el aire cuando recuerda la bolsa voladora de mierda veneciana.

Sí, habéis leído bien. Manuela Suspiros se trajo de Venecia el imborrable recuerdo de una bolsa de mierda, con alas invisibles (o algo parecido, porque no se entiende). Desde que las grandes superficies están prescindiendo de sus servicios y preservar el medio ambiente está de moda, las bolsas de plástico se deben de estar sublevando contra el mundo. Aquí, en voz baja (sin que se me escuche demasiado), creo que están empezando a reivindicar su “no desaparición”.

Ay, atrás quedaron esos días de romanticismo veneciano en los que Manuela Suspiros soñaba con encontrar un gondolero guapo, encantador, morenazo de ojos verdes, y multimillonario para poder salir en esos programas de la tele y parecer una rubia de bote tonta, muy tonta (esto último es broma). Al gondolero lo encontró, era encantador, moreno, de ojos marrones, delgadito y muy hablador. Le contó que para dedicarse al oficio del “jersey a rayas” hay que ser hijo de gondolero, estudiar un año la historia de la ciudad, así como tres idiomas (él sabía español, inglés e italiano, y quizás alguna que otra lengua no hablada), tener don de gentes y que su novia no fuera celosa. De todos es sabido que son unos embaucadores con las turistas y con algún que otro muchacho (porque según me contaron, en Venecia hay mucho hombre gay, pero con lo de que el Vaticano anda cerca, no pueden salir del armario tan alegremente como en otros países).

A Manuela Suspiros le encantó Venecia. Perderse por esas callejuelas entre adoquines y canales, le hacía transportarse a otros tiempos e imaginar las posibles historias que podrían haber sucedido allí. En su retina sigue guardada la luz, y el color del anochecer a su llegada: un anaranjado que se fue convirtiendo en rojo rosado a medida que el Sol se mezclaba con el mar (sin palabras para describir tanta belleza).

Descubrió que Venecia estaba cubierta por una bruma embrujadora, pues cada vez que sacaba una foto, no salía con la nitidez que ella precisaba, siempre aparecía la neblina. De hecho, fue su hermana Maquiavela quien le explicó que en los cuadros de los grandes pintores como Canaletto se ve reflejado ese velo veneciano.

Y la mala fama de que Venecia apesta y está llena de mosquitos, no la vivió Manuela Suspiros. Simplemente se emociona cuando se acuerda de las noches venecianas en las que se oía a lo lejos el canto de los violines procedentes de la Plaza San Marcos, y provocaba que los enamorados se pararan en cualquier esquina y se comieran a besos, con una góndola como único testigo. Cada noche, los músicos del “Café Florian” competían con los de otros cafés para ver cuál de los pianos o violines sonaba mejor, y qué cantante se llevaba la mejor ovación de un público que simplemente deambulaba en una noche veneciana.

Lo peor: el turismo masivo e irrespetuoso. Manuela Suspiros vio peligrar su integridad física en más de alguna ocasión: con algún codazo, tentativas de arrancarle los ojos con un paraguas, algún pisotón e intentos fallidos de tirarla al suelo por sacar fotos al Campanile, de hecho no le faltaron ganas de tirar alguno a un canal solitario con un empujoncito, cometiendo un “extranjericidio” (esperemos que la RAE nunca admita esta palabra). La decepción: el puente de los Suspiros. Ella que pensaba que debía su nombre a algo romántico, como los suspiros de los enamorados cuando añoran a su amor, y sienten que la vida se para si se separan el uno del otro. Pero según cuenta la leyenda, el puente de los Suspiros se construyó para unir el Palacio Ducal con los calabozos, recibiendo su nombre de los lamentos de los presos que se dirigían al Tribunal de la Inquisición (con lo que de romántico, poco). La sorpresa: toparse con un San Antonio escondido en algún puentecillo o a la vuelta de alguna esquina. Por si algún interesado o interesada en edad casadera se quiere acercar por esta bella ciudad y pedirle al Santo un amor duradero, que en los tiempos que corren nunca se sabe (por pedir que no quede). Quizás alguien se haya dejado el corazón en el Puente Rialto, en alguna empedrada calle de San Zaccaria o en alguna tiendita de arte en el Barrio Judío.

¿Y qué hay de la bolsa voladora? Os estaréis preguntando. No me he olvidado. El último día de Manuela Suspiros en Venecia tuvo un capítulo muy surrealista. Se levantó muy tempranito, para desayunar y coger el primer vaporetto de la mañana (Venecia es una ciudad sin coches) e ir al aeropuerto. Tanto madrugó que el desayuno aún no se había despertado, pues al ser domingo, se hacía el remolón. Para hacer tiempo, se fue con su hermana Maquieavela y su amiga La Rizos a dar un paseo por los alrededores del hotel. Al doblar una esquina se encuentran con una imagen digna de una de esas películas de autor francesas: dos niñas adolescentes, de unos doce o trece años, ataviadas con el mismo pijama rosa – fucsia con dibujitos y paseando a un perro. Ambas eran idénticas, con el pelo negro lacio y flequillo recto. Si las hubiesen encontrado en otro contexto, como por ejemplo en el pasillo de un hotel a las doce de la noche y vestidas con un camisón blanco, más de uno se hubiese muerto del susto. Eran las siete de la mañana de un domingo y parecían sacadas de un comic tipo “manga-japonés”. Y encima con un perro negro: ¿pero quién saca al perro de esa manera? Manuela Suspiros ni se atrevió a mirar si tenían ojos en la cara o eran dos zombies. ¡Dios, qué largo se estaba haciendo el camino hacia el desayuno! Y no eran alucinaciones por falta de comida (Manuela Suspiros tenía buenas reservas de pasta al pesto y pizzas varias). Las vieron desaparecer por el lateral de una pequeña plaza.

Pero lo que siguió a continuación fue un auténtico “Expediente X”. En una estrecha callejuela desierta y silenciosa, las tres aventureras se tropiezan con una bolsa blanca que estaba tapando algo. No corría brisa alguna y nada hacía presagiar lo que a continuación sucedió. Manuela Suspiros se agacha para ver que hay debajo (le puede la curiosidad) y observa con estupefacción que aquella bolsa cubría una enorme masa de mierda marrón, y no precisamente en estado sólido. Sí, la bolsa estaba pegada y quieta.

- ¡Qué asco! – Y Manuela Suspiros se llenó de repugnancia.

Maquiavela y La Rizos se acercan. Y sin viento ni ningún elemento meteorológico ni físico capaz de moverlo (no corría nada de aire), la bolsa se despega y se pone a la altura de la cara de Manuela Suspiros a punto de pegársele en la nariz (pudo apreciar su olor). Lo siento por la gente que aún estaba durmiendo, porque los gritos se tuvieron que escuchar en la Plaza San Marcos. Las tres salen corriendo y la bolsa detrás de ellas sobrevolando sus cabezas (como si tuviese alas). Corren despavoridas y consiguen darle esquinazo. Se paran, se miran y sin decir palabra, esperan a que alguna rompa el silencio. Pero no tienen tiempo, la bolsa de mierda consigue doblar la esquina tras ellas, y se mete en su calle persiguiéndolas. Vuelven a correr, y consiguen despistarla. Siguen su camino sin mirar atrás, y deseando que ya haya aterrizado por otro sitio. No volvieron a verla, y el ataque de risa que les entró fue histórico. ¿Se imaginan si la bolsa se hubiese estampado en la cara de Manuela Suspiros?

La verdad es que hay que ser un auténtico puerco para defecar en una ciudad tan agraciada por sus encantos, mejor hubiese echado la boñiga al canal y todos tan felices.

Esta historia desafía a la física: ¿Por qué puede un avión volar? ¿Por qué no se hunde un barco? ¿Por qué puede una bolsa llena de mierda planear sobre las cabezas de tres intrépidas viajeras? ¿Realmente llegó el hombre a La Luna?

Manuela Suspiros se despidió del encanto veneciano y volvió a su Ciudad de los Sueños por cumplir (eso sí, tardó más de quince horas en volver, pero eso es otra historia).

Y nunca podrá olvidar a su “Bolsa Voladora de Mierda Veneciana”, porque como dice la famosa canción de Charles Aznavour: “Qué distinta Venecia si me faltas tú…”.