A Manuela Suspiros le falta el aire al recordar su pesadilla de anoche, por
momentos los sueños eran realidad, y la realidad superaba sus sueños.
Manuela Suspiros se encontraba en una
casa oscura, extraña, desconocida, y el poco aire que respiraba no la dejaba
caminar. Sabía que no era su hogar. Las puertas eran negras y había que
realizar un enorme esfuerzo para conseguir abrir una de ellas. No había
ventanas, las paredes eran altas y rojizas, careciendo de huecos por el que
pudiese entrar algo de luz externa. Apenas se veían muebles, los pocos que nuestra
amiga atisbaba a ver eran muy antiguos, de algún siglo pasado. Era como si el
tiempo se hubiera detenido y la casa se hubiese estancado con el paso de los
años.
Por alguna desconocida razón, La Suspi
no se sentía a gusto en esa opresiva casa, asfixiante, con una lúgubre decoración en
tonos rojos y negros. Su corazón no respiraba tranquilo, es más, se le
aceleraba por momentos.
Sin nada que perder, decidió abandonar
aquel sombrío lugar, buscando alguna luz que no proviniese de las velas.
Tras realizar un enorme esfuerzo para abrir la puerta principal, inició su
andadura sin rumbo fijo, sin saber a ciencia cierta hacia donde encaminar sus
temblorosos pasos sin hacer ruido. Era noche cerrada ya, numerosos miedos
acechaban a Manuela Suspiros que no dejaba de tiritar, y no precisamente de
frío. No es que nuestra amiga fuese una cobarde, pero verte en una noche fría
por un tétrico y desconocido sendero, huyendo no sé muy bien de qué, es como
para dejar de ser valiente ¿no creéis? Hacía frío, mucho frío, mientras una
finísima lluvia comenzaba a dejar la superficie del camino resbaladiza y
mojada.
En su huida (todavía sin saber muy
bien de qué), La Suspi se vio rodeada de agua. Cerca de la senda por la que
transitaba pudo percibir una especie de estanque o de lago pequeño. Presentía
que algo o alguien la acechaba, podía sentir su presencia cerca. De repente,
sintió un desgarro en el brazo derecho, como si una fiera le intentase atrapar entre
sus garras. Sus gafas se cayeron, aunque pudo ver con claridad que una mala
bestia había conseguido hacerle una enorme herida, sangrando cada vez más
deprisa. Cuando pudo observar su brazo, se percató de que no era el zarpazo de
ninguna alimaña, sino el mordisco de algún ser irracional que no era de este
mundo.
Se limpió la sangre en el estanque,
viendo reflejada su aterrada cara en él.
Con el brazo mal herido, sin saber de
qué diablos huía, decidió regresar a la casa que le daba pánico en busca de
ayuda. Seguro que allí encontraría algo para calmarse el escozor que le hervía
el brazo.
A duras penas consiguió otra vez abrir
la pesada puerta, esta vez para regresar. Ese aciago lugar le producía
escalofríos, sin embargo, una extraña fuerza le arrastraba hacia allí, sabiendo
que eso podría ser su desdicha, su infortunado final.
No había nadie. Un angustioso silencio
se escuchaba por toda la casa. Manuela Suspiros fue a parar a una gran sala. En
cuestión de segundos, se abarrotó de oscuros seres, sin saber cómo habían
logrado entrar, pues la única puerta era por donde había entrado ella. Era una
especie de comedor enorme, con una gran mesa ovalada y alargada en el centro con
numerosas sillas. La mesa estaba vacía, sin platos, ni vasos, ni cubiertos,
totalmente desierta. Ni siquiera lámparas que alumbraran la estancia, pero se
veía con nitidez dentro de la gran oscuridad que allí reinaba.
Todos los que allí estaban permanecían
de pie observando con hipócrita amabilidad a La Suspi, a sabiendas de que ella intuía
que algo le estaban ocultando. Todos iban de riguroso negro. Uno de ellos le
sugirió a nuestra amiga que se sentara, y no lo dudó ni un segundo, su cuerpo
obedeció sin rechistar. Quién en su sano juicio no lo haría en presencia de
aquellos especímenes. Manuela Suspiros trataba de buscar
una explicación coherente en su cabeza de por qué “diablos” se encontraba en
esas situación, pues no era un lugar al que acudiese de forma habitual, ni
mucho menos la clase de amigos con los que se solía relacionar. Su raciocinio
no podía ocultar su desconcierto, que se acrecentaba por momentos.
Aquellos seres demoníacos seguían de
pie sin quitarle el ojo de encima, multiplicándose a cada segundo que iba marcando
con lentitud el reloj del tiempo. Manuela Suspiros no atinaba a ver sus caras con
nitidez, todas le parecían bastante pálidas, con unas ojeras muy pronunciadas. Se
olvidó por completo de la herida del brazo, una turbación arrolladora se
apoderó de ella. En ese preciso instante de lucidez mental, supo que ya no
había vuelta atrás, no había escapatoria. La rodearon con sus cadavéricos
rostros, carcajeándose con un cinismo desvergonzado.
Era el fin, lo sabía. El horror la paralizó
al tiempo que abrían sus hambrientas bocas. Eran una especie olvidada de
vampiros que pedían a gritos saciar sus deseos más secretos: beberse a Manuela
Suspiros para secarle las entrañas, aplacando así su sedienta inmortalidad. Era
su perdición, su desdicha, era el principio del fin, el comienzo de su nueva
vida, la muerte de esta. Se acercaron hacia ella sin compasión, sin prisa. No percibió
el pinchazo de sus puntiagudos colmillos, si sintió como se desangraba,
nublándosele la vista.
Mientras le hurtaban la poca sangre
que le quedaba, la vida se le escapaba por esos segundos que el reloj no quería
marcar. Era tan horrible la sensación que no lo pudo aguantar más. Su umbral
del dolor había llegado hasta su punto de máxima tolerancia, y Manuela Suspiros
se desmayó.
Cuando abrió los ojos, estaba sudando a mares
con un calor insoportable. El corazón le latía con fuerza. Lo curioso es que
seguía mareada, con nauseas y ganas de vomitar. ¡Qué pesadilla tan horripilante acababa de tener!- pensó-
Intentó recuperar la calma, se miró las
manos: no le faltaba ningún dedo. Las sábanas seguían siendo blancas, su cama
en apariencia, era la de siempre. Pero una sensación de desconcierto la invadió,
un escalofrío la estremeció. Miró hacia la pared, esta era larga, rojiza. Le
costaba respirar, cuando observó unas manchas de sangre en la almohada. Se examinó
el brazo derecho y ahí estaba la herida, cicatrizando. Intentó sentarse en la
cama sin éxito, notando con pavor como todo su cuerpo estaba lleno de puntos
sanguinolentos. Por algún insólito e inverosímil motivo seguía viviendo, aunque
no sabía en qué condiciones ni en qué lugar. Ya no estaba mareada, veía con
nitidez, aunque sus gafas no estaban por ningún sitio.
No hay ventanas, no puede salir. No hay luz, todo es oscuridad.
Sólo hay una enorme y pesada puerta la separa del mundo. Manuela Suspiros escucha
unos lentos y cansinos pasos que avanzan. No hay escapatoria. Es el final, es
el principio.
Creo que Manuela Suspiros se vio
condicionada por la noche de Halloween que con gran éxito nos han vendido los
americanos: calabazas desfiguradas, brujas, esqueletos, vampiros y un sinfín de
horribles seres que nos acechan esa noche en la que todo está permitido, y las
criaturas más espantosas pueden llamar a tu puerta.
Manuela Suspiros quiere que no se
pierdan nuestras tradiciones en estos días. Ella celebra el día de los difuntos
o de los “finaos” comiendo castañas con anís, encendiendo una vela para honrar a los seres
queridos que nos han dejado, aunque siempre estén en nuestros corazones.
Y por primera vez en su vida, este año
escuchará un “rancho de ánimas”, que según dicen, hacen que se te pongan todos
los pelos de punta.
¿Y vosotros? ¿Qué hacéis estos días?
¿Truco o trato? ¿Castañas o calabazas?