A Manuela Supiros le falta el aire cuando se acuerda de esas mentirijillas
que los mayores le contaban de pequeña y que nunca se hacían realidad.
Siendo una niña, Manuela Suspiros jugaba en la calle con una
de sus amigas de la infancia. Sus padres les compraron a ambas una
bolsa con un montón de canicas de múltiples colores (boliches para algunos). Cuando
se aburrían de jugar al pañuelito, al escondite, a la teja, o a policías y
ladrones, paraban para darle el protagonismo a los cromos o a las canicas.
Luego seguían con el balón, el elástico o la comba. Una de esas ociosas y lluviosas
tardes, estando en casa de su amiguita, hicieron una competición de canicas. No
sabe muy bien lo que sucedió. Solo que su amiga dejó de hablar y se quedó del
color de los arándanos. Su madre fue rápida. Le metió la mano en la boca y extrajo
una canica que por poco la lleva al otro barrio antes de tiempo. A partir de
aquel día, las canicas se prohibieron. Antes no se dialogaba tanto con los
peques como ahora. Se hacía lo que te decían y punto pelota.
–Se acabaron las canicas,
Manuelita –sentenció su mami.
– ¿Por qué?
–Porque yo lo digo y punto.
Ante eso, nada que alegar.
–No te preocupes, cariño.
Las vamos a enterrar todas en el parterre que hay fuera de casa. Verás que con
el tiempo, algo bonito crecerá.
Manuela Suspiros continuó
con sus juegos sin bolitas de colores, esperando la llegada de la primavera. Allí
nada apareció. Ella se imaginaba que crecería un “caniquiero” (como ella lo
llamaba). Sería un árbol grande, del que florecerían canicas de todos los colores.
Pasaron los años, solo matojos y malas hierbas asomaron de la tierra. Algún día
regresará para ver si por casualidad, los "caniqueros" forman parte de la flora
del lugar.
Otra de las grandes farsas
de su infancia fue El Ratoncito Pérez.
¿Cómo? ¿Qué si se te cae un
diente viene una ratita a darte un regalito por la noche?
Y era cierto. Cada vez que a
Manuelita se le caía un diente, lo ponía debajo de la almohada y como por arte
de magia, se convertía en una moneda de veinticinco pesetas (sí, el euro por
aquel entonces no estaba ni en proceso de creación).
Manuelita Suspiros se
preguntaba para qué querría un ratoncito sus dientes. ¿Sería porque comía mucho
queso y se les desgastaban antes? ¿Cómo era que el mismo ratón iba a casa de
sus amigas también? Nunca lo vio. Lo cierto era que se pasaba la noche en vela,
esperando escuchar la llegada del pequeño roedor y atraparlo. Quería
enseñárselo a sus amigas. En alguna ocasión ingenió alguna trampa con queso,
pero el Sr. Pérez era muy listo. Siempre se quedaba dormida, aunque a veces, le
asaltaba la pesadilla de una gran rata gris que venía a comérsela. Durante una
época, cuando notaba que se le movía un diente, hacía todo lo posible para que
se le cayera antes de tiempo y recibir su regalito. Esos cinco duros eran el
importe exacto que metía en una máquina y salía una cajita de ositos de goma.
Bien pensado por el ratoncito Pérez, golosinas para acelerar el proceso de la
caída de dientes. Cuando eres adulto, si se te empiezan a caer los dientes,
mal asunto. No creo que sea el Ratoncito Pérez quien venga, más bien estará la parca
acechándote para ver cuando te quedas sin ninguno y llevarte. ¿O eso también es
una mentira?
Manuelita vivió sus primeros
años de vida aterrada con la leyenda de que si te tragabas un chicle, se te
pegaban las tripas. Sí, aquellos chicles de Bang Bang o Bazooka, que llenaba
toda tu boca, haciendo globos enormes que emulaban a un zeppelín.
Recuerda el
día que se tragó su primer chicle. Aquello, aún sin masticar, caía con lentitud
por su esófago sin poder articular palabra. Hasta despeñarse como una piedra en
su estómago. A una edad tan temprana, y visualizando su propia muerte, eso era terrible.
–Manuelita –le amenazaba su
madre– no te tragues los chicles que se te pegan las tripas (antes había
muchas) y te mueres. Como te vea yo comerte alguno, te castigo sin escuchar la
cinta de Heidi.
Nuestra querida amiga no se
atrevió a decir nada el día que aquel maldito chicle de fresa se atrevió a ir
más allá de su garganta. Estuvo días preocupadísima. Hasta que vio que nada
malo pasaba. Sus amigas, engullidoras de chicles compulsivas, seguían vivas. Por
si acaso, intentaría no tragarse ninguno más.
En sus primeros años de
vida, vivió atormentada con la idea de que si decía cualquier mentira, le
crecería la nariz. Primero observó al resto. Algunas de las niñas del cole,
decían mentiras y no veía que por ello las narices se les alargaran más de lo
normal. Esas mismas niñas, le contaban que cuando decían falsos testimonios,
rezaban un padrenuestro. Se pasaban el día rezando. En su casa era distinto. ¿Quién
se atrevía a mentir a mamá? Las madres saben cuando mientes. ¿Y si ellas tenían
en los ojos unos rayos invisibles que podían medirte la nariz para saber si
decías la verdad?
– ¡Manuelita! ¿Has recogido
tu cuarto?
–Sí, mamá.
– ¿Has acabado los deberes?
–Si…
– ¿Seguro? No me mientas,
que luego te crece la nariz como a Pinocho.
El día que ocultaba que no
se había leído la lectura del día, o no había recogido los juguetes, se miraba
al espejo diciéndose: “Padre nuestro que estás en los cielos… Por favor, por
favor, que no me crezca la nariz, que ya la tengo grandota”.
A Manuelita y sus amigas,
les decían que se portaran bien, que si hacían algo malo, vendría el Coco y se
las llevaría en un saco. ¡Qué infancia más estresante, por Dios! Pesadillas con
una rata, pendientes de que no les creciera la nariz y ahora que un hombre
horrible se las podría llevar.
Lo cierto es que nuestra
amiga nunca se creyó la historia del Coco. Un día al volver de la escuela,
Maquiavela y ella vieron a un hombre con una gabardina. Se les acercó y antes
de que la abriera de par en par, Maquiavela arrastró por ella.
–Corre y no mires atrás.
Llegaron a casa con el
corazón a mil por hora.
– ¿Era ese el hombre del
saco? – Manuelita suspiró.
– No, pero podría ser…
Ella siempre creyó que aquel
hombre era lo más parecido al Coco, así es que procuró no hacer muchas
travesuras en un tiempo, no se la fuera a llevar lejos. Hoy en día, a estos
elementos se les conoce con otro nombre.
A Manuelita Suspiros le
gustaba mucho los cuentos, a su hermana Maquievela más aún. Cerca de una playa,
rodeado de eucaliptos, vivía un señor que contaba viejas historias de sirenas. Su
padre las llevaba de vez en cuando, y se les pasaban las horas volando en
mundos de fantasía. Era como ir al cine. El buen hombre, le ofrecía al padre de
Manuelita y Maquiavela un vino que él llamaba de sirenas, que era más bien
dulce. Ellas se mojaban los labios y era el paraíso: historias con sabor a miel
acompañadas de galletas María. Les contaba que él pasaba allí los veranos para
descansar, que de dónde él venía, el hielo congelaba los lagos, y existían
renos voladores. Le gustaba venir en barco para escuchar el sonido de las
sirenas y hablar con ellas un rato. Era más bien regordete y de pelo blanco,
eso sí, bien afeitado. Nunca se olvidará del día que les confesó que las
gotitas de rocío que se ven en las hojas al amanecer, en realidad son hadas que
se han pasado toda la noche bailando.
–Manuelita –tú contarás
historias.
–Maquievela –tú le darás
color a esas historias.
Con el paso de los años,
Manuela Suspiros se dio cuenta de quién era en realidad aquel abuelo que las
montaba en caballitos de mar, y les decía que las estrellas de mar podían subir
al Cielo. Una navidad Papá Noel les trajo a ambas hermanas algo que habían
deseado con mucha fuerza y no era material. Les dejó sus sueños acompañados de
dos sirenitas talladas en madera de eucalipto.
–Niñas –les dijo su padre–
no os hagáis ilusiones. Santa Claus no existe, es solo fruto de la publicidad
de Coca Cola. Y el contador de historias que vivía en aquella cabaña era un marino jubilado.
Con esta y otras mentiras
piadosas, vivió Manuelita Suspiros su más tierna infancia.
Alguien le dijo una vez que
los Reyes Magos no existían, que en realidad eran otras personas que vivían cerca
de nosotros. Esto es mentira. Me he documentado y no hay nada que pruebe dicha
aberración. ¡Qué falta de respeto hacia estos señores! Con todo lo que les
cuesta venir del lejano Oriente, con sus camellos cargados de regalos. Y toda la ilusión que
reparten a los niños. ¿A quién se le habrá ocurrido semejante mentira?